A mí me cuidan mis vecinas, no la policía

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MANI VK LIBERTAD ALFON socialDébora Ávila Cantos y Sergio García García. publico.es.- La policía siempre ha tenido límites, ya sean legales, simbólicos o culturales. El invento de la policía moderna, allá por el primer tercio del S.XIX, fue acompañado de una reserva de espacios físicos y sociales en los que los uniformados no podían entrar, incluso en los regímenes más totalitarios. El límite que mejor conocemos en sociedades liberales es la propiedad privada: sin orden judicial, la policía no puede entrar en un domicilio salvo excepciones. Pero de igual modo, la policía no puede entrar sin autorización en las universidades, donde se entiende como sagrada la salvaguarda del pensamiento crítico y una cierta rebeldía juvenil, o en las iglesias, donde encuentran refugio los desheredados, muchas veces perseguidos por la ley.

La misma lógica es la que ha funcionado en la acción social y educativa desde que se consolidasen como campos legítimos de intervención profesional, vecinal y ciudadana. El límite que se le ponía en estos espacios a la policía era claro: vosotros solo os ocupáis de los delitos, no de la educación o la intervención social. Esta protección respecto de la policía permitía trabajar con chavales, con familias y con comunidades en la mejora de sus condiciones sociales independientemente de sus comportamientos disruptivos, entendiendo además que esos comportamientos no eran sino una consecuencia de las propias condiciones sociales desfavorecidas sobre las que se trataba de intervenir.

Hoy vemos difuminarse estos límites, y no nos referimos a las intromisiones de los servicios de inteligencia ni a los excesos de las cloacas del Estado sobre la vida privada de sujetos que son concebidos como una amenaza. Nos referimos a la silenciosa proliferación de formas y lógicas policiales que, de manera especial en el ámbito municipal, están transformando no solo el campo policial, sino también el campo de las políticas sociales y al propio movimiento vecinal. Hoy vemos a policías trabajando en los colegios, en las asociaciones de vecinos, en los centros de servicios sociales y de mayores… Policías dando charlas sobre violencia de género a adolescentes, abordando el absentismo escolar, mediando en conflictos vecinales, reuniéndose con los vecinos para hablar sobre los problemas de convivencia del barrio… La llamada policía comunitaria es ya una realidad en Madrid del mismo modo que lo es la policia de barri en Barcelona.

Esta introducción de la policía en la intervención comunitaria ha constituido una de las principales apuestas del gobierno de Ahora Madrid. No se trata de una transformación que lleve el sello exclusivo de gobiernos municipales progresistas, puesto que la policía municipal ya inició un giro “modernizador” bajo los anteriores gobiernos del Partido Popular, y en realidad se trata de un modelo que ha proliferado a nivel mundial bajo gobiernos de todo signo político, pero la apuesta tanto de Ahora Madrid como de Barcelona en Comú por este modelo ha sido notable. Este giro en la gestión securitaria ha sido posible por una mutación profunda en el objeto del trabajo policial: de circunscribirse prioritariamente al campo de la delincuencia, la policía ha pasado a centrarse en “la convivencia”. Las cifras no dejan lugar a dudas: la Policía Municipal de Madrid ha triplicado el número de expedientes tramitados por la Oficina de Atención al Ciudadano (espacios de intercambio de información con vecinos), pasando de 3.142 en 2014 a 8.450 en 2018. Además, las demandas de servicios no urgentes dedicadas a la convivencia casi se han triplicado en apenas un año, pasando de 1950 en 2017 a 5524 en 2018, tal y como queda reflejado en el portal de datos abiertos del Ayuntamiento de Madrid.

La policía ha visto en todo este contexto la oportunidad de entrar en el campo de lo social y lo comunitario como un nuevo ámbito de actuación

Este cambio en la oferta policial no puede entenderse sin la existencia de una demanda por parte de otros profesionales y asociaciones vecinales. Seguramente, la incapacidad de los servicios sociales y educativos de hacerse cargo de la creciente desigualdad, ha remitido a educadores, trabajadores sociales y líderes vecinales a aquello que dentro de la administración menos recortes ha sufrido y más apertura ha mostrado a escuchar sus malestares: la policía. A esto podemos sumarle un enmarcado securitario muy neoliberal que ha ido penetrando en nuestras formas de concebir las injusticias sociales, cada vez más entendidas como “fallos individuales” cuando no “amenazas” directas en un marco de competencia generalizada, que resulta en una criminalización de la pobreza y todas sus manifestaciones (así ocurre con “los problemas de convivencia” -con el atributo “intercultural”- y el “incivismo”). Por último, la emergencia de las plataformas de vecinos “cabreados” con la inseguridad, los narcopisos, las ocupaciones, las mezquitas o la iglesia del culto en barrios como Lavapiés, Vallecas, Tetuán o Usera, que cuentan con un altavoz en los medios y cuyas demandas han sido abanderadas por los partidos que se disputan el voto reaccionario, ha constituido el definitivo ingrediente para hacer de la inseguridad subjetiva, en forma de “problemas de convivencia”, uno de los principales motivos de la creciente demanda de seguridad policial, y todo a pesar de que las tasas de delitos en ciudades como Madrid sean de las más bajas del planeta.

El riesgo para algunas asociaciones y movimientos vecinales de los barrios más castigados por las injusticias territoriales y los recortes públicos de sucumbir a esta agenda securitaria que clama por la intervención policial en los “problemas de convivencia”, no es desdeñable. Muchos han visto en la emergencia de la policía comunitaria, y en general de todas las nuevas figuras e instancias policiales de corte blando y preventivo (agentes tutores, agentes mediadores, oficina de atención al ciudadano, consejos de seguridad, etc.), un salvavidas sobre el cual depositar toda la precariedad que atraviesan las periferias.

La policía ha visto en todo este contexto la oportunidad de entrar en el campo de lo social y lo comunitario como un nuevo ámbito de actuación, ampliando con ellos sus márgenes de actuación en ciudades donde los porcentajes de delitos se mantienen muy bajos, a la par que (re)crea una nueva imagen policial moderna, sensible y alejada de los excesos de otras épocas. Un conjunto de transformaciones en su seno han hecho posible esta entrada: una mayor orientación hacia un trabajo más preventivo que represivo, roles más propios de la intervención social y nuevos perfiles profesionales menos ultramasculinos y guerreros, y más proclives a entender la diversidad socio-cultural Sin embargo, antes de abrazar sin más esta mutación de la policía, conviene que nos paremos a pensar de forma más profunda: ¿Queremos como ciudad que la policía haga intervención social, comunitaria y educativa? ¿Queremos que la policía sea el principal interlocutor de la administración pública con el movimiento vecinal? ¿Queremos que sea la lógica policial quien defina los problemas sociales de nuestros barrios?

A falta de poder calibrar los efectos a largo plazo de estas nuevas policías, son varios los problemas que asoman en su implementación. En primer lugar, estas policías colonizan espacios profesionales y de actividad vecinal de los cuales antes estaban excluidos precisamente como salvaguarda de lógicas no punitivas en el trabajo social y en la educación. En segundo lugar, y aunque el discurso sea proclive al respeto a la diversidad y a los derechos humanos, en la práctica determinados grupos sociales (aquellos que se conciben como una amenaza) acaban muy marcados y sobre-interevenidos dada la colonización policial de tantos ámbitos de la vida cotidiana . Y en tercer lugar, se trasladan la mirada y la lógica policiales a ámbitos hasta ahora ajenos (y opuestos) a ella, como el ámbito educativo, de la intervención social, pero sobre todo, del movimiento vecinal.

Ante estos peligros, cabe afirmar con rotundidad que jamás ninguna policía ha redistribuido recursos y poder. Tampoco la policía puede cuidarnos, por más que se emplee una retórica feminista para mostrar la posibilidad de su mutación. Aunque el lenguaje y las carcasas metodológicas puedan invitarnos a pensar en una transformación profunda, la policía no puede hacer política social y ni ser cómplice de un movimiento social. Y no lo afirmamos por una cuestión identitaria (“yo con la policía no quiero nada”), sino por una cuestión axiológica: la de la policía es una función de conservación del orden tal y como está definido, y los problemas estructurales que afrontamos requieren precisamente de una interrogación profunda de la legitimidad de dicho orden.

Por este motivo, cabe replantearse los cantos de sirena en favor de la policía comunitaria y las formas policiales blandas en general, y todo ello sin negar los problemas reales que sufren ciertos barrios. Lo que está en juego es el enfoque con el que se abordan los fenómenos urbanos, las gafas con las que se mira la realidad y las palabras con las que se construyen los problemas sociales. Desalojar un enfoque policial para revitalizar y reformular un enfoque social, es el reto que tanto los movimientos vecinales como un posible ayuntamiento progresista salido de las próximas elecciones municipales deben plantearse si no queremos que sea la agenda neoliberal la que siga definiendo lo que nos pasa.

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